Reflexiones sobre el lado oscuro de la configuración estatal
Michael Reed Hurtado
Hablando desde La Paz, el presidente Andrés Manuel López Obrador aseguró a finales de octubre de 2022 que hay una clara división entre el Estado y el crimen organizado. Dijo que “está bien pintada la raya: una cosa es la autoridad y la otra es la delincuencia. Cuando ya no hay frontera, como sucedía antes, es caos”.
Lo de La Paz es un adorno que se deriva de la geografía de Baja California Sur. La raya que separa a la autoridad de la actividad criminal hace parte de los pilares básicos del Estado de derecho y es una demarcación que cualquier jefe de Estado haría. El problema es que ni La Paz es tan pacífica como ordena su nombre ni la raya es tan clara como el jefe de Estado pretende – ni en México, ni en Colombia ni en Estados Unidos.
La historia da cuenta de que la configuración del Estado mexicano moderno es el resultado de una dinámica relación entre autoridades y crimen organizado. Además, las ciencias sociales y el periodismo de investigación confirman, actualmente, que esa raya no es clara y que quienes la demarcan contribuyen a la negación de uno de los problemas más graves de nuestros tiempos: la imbricación del poder estatal en la estabilización del poder criminal. Más que oposición y antinomia, lo que hay es interacción y fluidez que definen y califican el ejercicio local de la autoridad (más o menos teñida por el crimen, pero nunca limpia).
Acabar con esa imbricación es una tarea pendiente para recuperar el ejercicio legítimo de la autoridad y confrontar la cooptación del poder público por parte de intereses privados e ilegales. En materia de seguridad, particularmente en el plano local, la implicación es formidable: no solo hay que combatir eso que se identifica como crimen organizado, sino que es necesario desarticular la relación dinámica entre ilegalidad y autoridad. En los casos más extremos, esa relación produce un Estado criminal; en otras situaciones (con variación de intensidad o de grado) se estructura una rosca coercitiva-extorsiva que aflora en medio de la corrupción y la desviación del poder público, especialmente en zonas de bonanza económica y en campos en los que la violencia es el recurso predilecto de control social.
I
La configuración del Estado marcada por el crimen organizado
Con mayor frecuencia, historiadores y politólogos contemporáneos de distintas realidades latinoamericanas enfatizan que la configuración del Estado moderno y el crimen organizado han tenido lugar de manera mancomunada. Por ejemplo, Lina Britto (2022), en el contexto colombiano, ilustra que la configuración del Estado moderno no es ajena a eso que hoy se identifica como crimen organizado. Al reconstruir la historia de parte de la Costa Caribe colombiana, la historiadora destaca que la región se desarrolló y el Estado adquirió presencia a partir de la dinámica que desató la bonanza económica ilegal en la zona. Esta conclusión es contraria a la que tradicionalmente se ha sostenido, según la cual estas zonas y estos mercados acontecen y se desarrollan lejos del Estado. Britto cuenta la historia de cómo el boom de la marihuana en la costa atlántica colombiana, circa 1970, “completó un largo proceso en el que región y nación se constituyeron mutuamente”.
Su conclusión puede parecer obvia, pero las implicaciones solo empiezan a ser consideradas. Si comprendemos estos hallazgos, la pregunta deja de ser si el crimen organizado influye o corrompe al Estado en lo local, sino qué tanto han determinado los mercados ilegales y el crimen organizado la configuración del Estado en territorios y espacios sociales concretos.
En un contexto muy diferente, Javier Auyero (2007) llamó la atención sobre las zonas grises de la política. Estudiando acciones de saqueo, sabotaje y otras manifestaciones de violencia colectiva en Argentina, definió estas zonas grises como “las acciones y las redes de emprendedores de la violencia, actores políticos y funcionarios encargados de hacer cumplir la ley se encuentran y se embrollan secretamente”. Describió, como en estas zonas las líneas divisorias – las rayas – eran borrosas y porosas. Auyero llamo la atención sobre esa zona farragosa en la que las barreras normativas desvanecen. Esa idea fue retomada en el contexto mexicano por Wil Pansters (2012) y desarrollada, aún más, por Guillermo Trejo y Sandra Ley (2020).
Al reconstruir algunas historias del narcotráfico en el noroeste mexicano, Benjamin Smith (2022) demuestra como el Estado aparece y se moldea, no mediante el enfrentamiento al crimen organizado, sino aprovechando su presencia y sus frutos – primero, en función de la marihuana y, posteriormente, de la amapola, el opio y sus derivados. Smith narra historias locales, acontecidas antes y después de la Revolución, que dan cuenta de la estructuración de arreglos entre las autoridades y el crimen organizado que resultaron lucrativos para los involucrados y convenientes para la consolidación del Estado mexicano en esas zonas alejadas de la capital. Son historias olvidadas pero determinantes para entender lo que hoy sigue pasando: la imbricación de Estado y crimen organizado.
Un siglo más tarde, la dinámica continúa…
II
La autoridad nayarita “con pistola al cinto”
Con trazos pintorescos, pero no extraordinarios, la estructuración de un circuito ilegal Estado-crimen organizado prosperó hace unos años en Nayarit, territorio conocido en los ochenta y noventa por la producción de heroína, y hoy, quizás, por el desarrollo turístico desenfrenado. Un joven gobernador, Roberto Sandoval, y su aliado, el hombre fuerte de la seguridad y la justicia nayaritas, Edgar Veytia, llegaron al poder local, primero en 2008 al gobierno municipal de la capital y luego en 2011 al estatal. Sandoval, el gobernador, promovía a Veytia como el mejor funcionario del Estado, y Veytia se promovía como duro contra el crimen y una especie de pacificador de Nayarit. Esa imagen fue recogida en 2013 por un corrido: “Edgar Veytia se llama el milagro, que la tranquilidad regresó. Arriesgando la vida ha logrado que la gente se sienta mejor”. Desde la administración pública – incluyendo los sectores de transportes, seguridad y justicia, y el notariado – Veytia “el licenciado con pistola al cinto” y sus asociados ejercieron el poder, “aplicando la ley sin temor”, remata la canción. Todo el tiempo, gestionando la seguridad para beneficiarse, favoreciendo aliados y dañando a competidores y no colaboradores.
En Nayarit, el crimen organizado y el Estado se configuraron y se configuran recíprocamente. Hasta su caída en 2017, Veytia fungió siempre como funcionario estatal ejemplar, comprometido con la ley. Incluso el día de la caída de uno de sus principales aliados, conocido como el H-2, declaró el 15 de febrero de 2017, junto al agente de la procuraduría federal, que el Estado nayarita era un remanso de paz y tranquilidad. Enfatizó que los golpes contra el otrora aliado no eran “acciones de inseguridad, son acciones de seguridad” y qué junto con el gobierno federal, “(eran) un equipo contra la delincuencia”. Veytia sería detenido en EE.UU. semanas después, eventualmente, aceptaría su responsabilidad en el crimen organizado y daría cuenta de una maraña de pactos y acuerdos con federales y otros personajes de la política nacional, en la cual el engranaba. En la actualidad, condenado, está preso en una cárcel del EE.UU. En Nayarit, todo sigue siendo un misterio y el nudo entre crimen y autoridad está lejos de estar desenmarañado.
Es un error pensar que Veytia es una manzana podrida en un pulcro tonel. Veytia es un avezado emprendedor del crimen, que operó en una estructura estatal calificada por la desviación organizacional. Las disposiciones personales son fundamentales – personajes como Veytia aportan factores determinantes a las dinámicas – pero los factores situacionales y organizacionales trascienden lo individual. En Nayarit como en otros estados de la federación, la actividad criminal es consustancial al Estado, desde su configuración moderna. Ni Nayarit ni Veytia son rarezas; desafortunadamente, varios de los hombres que se muestran como duros-contra-el-crimen en otros estados, como en Colima o Zacatecas, están involucrados hasta el tuétano en aparatos estatales en los que la raya entre crimen y autoridad no existe.
III
La simplificación para erigir la demarcación entre crimen y autoridad
Es una práctica común encapsular el crimen organizado como algo visiblemente malo; abordarlo como un cáncer que busca consumir a la sociedad: un mal externo que daña. En ese sentido la designación de una organización, un cartel, una banda, una pandilla o un grupo armado como crimen organizado facilita su contención.
Con la modernización del Estado federal, se suele delegar el combate del crimen organizado en especialistas de la violencia (por ejemplo, la Marina o la Guardia Nacional) y la acción estatal se concentra en enfrentar facciones armadas. Estas operaciones producen resultados de enfrentamientos, bajas y capturas, y evaden la complejidad de lo que pasa en lo local. La confrontación del crimen organizado queda limitada a combates (o guerras, por analogía) entre buenos y malos.
En lugares como Tepic, Culiacán, Tijuana, Ciudad Victoria o La Paz, el despliegue visible de armas es sólo una manifestación del poder del crimen organizado. Su control más efectivo se realiza mediante el ejercicio coercitivo de la violencia, que involucra, con efectos nefastos, diversos aspectos de la vida comunitaria. La confrontación de las estructuras armadas ilegales es legítima y necesaria, pero no logrará disminuir la influencia del crimen organizado en esas comunidades. Lo reportes de violencia que salen de Pinos, Zacatecas son ilustrativos.
Al cierre del año pasado, el 24 de noviembre de 2022 se reportó la noticia de la muerte violenta del coordinador estatal de la Guardia Nacional en Zacatecas, el general José Silvestre Urzúa Padilla. Se dice que es el militar de más alto rango en perder la vida en este tipo de situación. La espectacularidad de los enfrentamientos y las bajas, derivados de los operativos desplegados para combatir al crimen organizado e intervenir a la policía municipal de Pino, hacen poco para alterar la situación de cooptación ilegal y el poder incrustado del crimen organizado en esas localidades. Este tipo de intervención del Estado para reclamar control territorial produce alta violencia, pero hace poco para disminuir el miedo y el control coercitivo, más perennes que atípicos, que someten a la ciudadanía en estas comunidades. La noticia del oficial recibió cobertura nacional, sin historia y sin ubicación: se reportó como un hecho extraordinario, desconectado de la letanía de muerte y descomposición que sigue marcando la vida en Pino y alrededores.
La seguridad o la inseguridad en municipios relegados no están determinadas por una operación militar o una muerte de alto impacto. La muerte como mecanismo disciplinario y el ejercicio coercitivo de la violencia se instalan bajo complejos arreglos y alianzas entre poderes legales e ilegales para controlar territorios, mercados y poblaciones. Por ejemplo, en lugares en los que se desarrollan los mercados ilegales, como ocurre en Sonora, Chihuahua, Sinaloa, Jalisco, Durango, Zacatecas y Nayarit, los arreglos de seguridad no se hacen a espaldas del Estado. Ahí, el crimen organizado hace parte del lado oscuro del Estado o el Estado (o parte de este) hace parte del crimen organizado.
En el ámbito público, los políticos de hoy (de derecha, centro e izquierda) alimentan el miedo al crimen organizado como una forma de persuasión y de gobierno. El miedo al crimen y a los criminales es un poderoso recurso que reorganiza simbólicamente el mundo, estructurándolo en ejes dicotómicos como el bien y el mal, o autoridad y crimen. Estas construcciones tienden a “establecer orden en un universo que parece haber perdido sentido” (Caldeira 2007) – como lo hace López Obrador, al demarcar la (supuesta) raya que separa al crimen de la autoridad durante todo su sexenio, poniendo así fin, según él, al caos de antes.
A López Obrador no le gusta hablar de crimen organizado, o al menos eso dice. Usa la expresión de acuerdo con sus intereses. Confrontado por el incremento de homicidios, al inicio de 2022, no tuvo problema en aseverar, según registró La Jornada, que el 75 por ciento de los homicidios eran causados por el crimen organizado. De esta manera, sin mayor demostración, deposita la responsabilidad en ese fenómeno temido y odiado, y evade un control más complejo sobre la violencia letal en el país.
Por otro lado, de vez en cuando, López Obrador destaca golpes contra jefes del crimen organizado para reclamar autoridad, como pretendió con el anuncio oficial de que la detención en agosto de 2018 en Culiacán de seis jefes del crimen organizado pondría fin a la ola violenta en Tijuana, según registro del diario Noroeste. Volvió a utilizar este mismo recurso simbólico al inicio de 2023, durante el más reciente despliegue de fuerza en Culiacán, que concluyó con la publicitada detención de otro capo, conocido como El Ratón, que supuestamente cambiaría todo en la región.
La fórmula “jefes detenidos, problema resuelto”, tan sencilla como pegajosa, puede traer réditos políticos, pero no tiene capacidad de resolver el problema.
El crimen organizado en México no se expresa sólo a través del cartel o el capo de película que es opuesto por el gobierno federal. En algunos contextos, ni siquiera es un contrapoder del aparato oficial. En la actualidad, el crimen organizado más avanzado está integrado a la dinámica de poder, particularmente en el orden local. Actúa en todos los niveles, e, imperceptiblemente, participa en la configuración de relaciones y transacciones en el ámbito público y privado.
Obviamente, confrontar ese fenómeno complejo y sofisticado es difícil y requiere medios más sutiles que capturas espectaculares. Sin embargo, siempre será más fácil o conveniente reproducir los cuentos de las series de televisión y dar golpes al crimen organizado mediante la persecución de algún criminal nato con mote correspondiente, tales como El Diablo, La Bestia, El Tigre, El Grande o Jefe de Jefes.
IV
La maña en el seno de la sociedad
La imbricación del crimen organizado en los asuntos diarios es tan significativa que, tanto en el Estado mexicano como en la sociedad, se torna menos perceptible. La manifestación simultanea de emociones contradictorias, como el rechazo y la admiración, en relación con el crimen organizado produce un ambiente de ambivalencia social o cultural que refuerza su instalación en el seno de la sociedad.
En el plano global, esta tensión no resuelta se evidencia en los medios de comunicación. Hay pocos fenómenos que capturen tanta atención pública; abundantes reflejos del crimen organizado invaden la pantalla chica y la grande. El gran público se entretiene con la puesta en escena del crimen organizado: el auditorio, fácilmente, salta del repudio a la fascinación. El medio del entretenimiento y el noticioso explotan las imágenes espectaculares derivadas de coloridas redes de capos e intermediarios, adornadas de plata, vicio, música y reinas.
Así como produce miedo, el crimen organizado genera fascinación. Esta ambivalencia refuerza la turbia relación entre el objeto de rechazo y su aceptación como algo no sólo normal sino, incluso, como algo poderoso y atractivo.
Recientemente escuché en Nayarit una referencia genérica al crimen organizado que considero reveladora: La Maña. Esta expresión popular pone en evidencia una de las dimensiones más complejas sobre la pervivencia del crimen organizado en la sociedad: su aceptación o al menos incorporación (acostumbrada) al campo social cotidiano. Ahí existe la maña: silente pero potente.
Dependiendo de la perspectiva, la maña puede ser positiva o negativa. Se trata de un vocablo común para destacar una cualidad personal, denota cierta habilidad. Una persona que tiene maña tiene buena mano, hace las cosas bien o con facilidad. Más vale maña que fuerza, reza el proverbio. El que tiene maña suele salir bien parado.
A la vez, la expresión acarrea connotaciones negativas. Una persona con mucha maña no es virtuosa, sino que es una persona resabiada y que tiende a usar el ardid o el engaño para conseguir las cosas. En este contexto, la maña representa lo oscuro, la trampa, el fraude, el timo... Mezclada con fuerza, la maña es poder.
La Maña refiere (sin nombrarla) a esa organización etérea que está en todo lado, controlando movimientos, trances, pleitos, celebraciones, compras y ventas. De hecho, está inmiscuida de una manera u otra en casi todo. Puede ser más o menos visible, estar representada por personajes locales y míticos o ser enigmática, puede demostrar fuerza y dominio mediante milicias uniformadas o hacerse sentir a través del merodeo incesante de personajes anónimos. Opera de manera abierta o en la oscuridad, siempre está y controla. Con La Maña es mejor no meterse, reza la sabiduría popular local en los pueblos del país; sin embargo, todos saben que La Maña lo condiciona todo y que termina metida en todo.
La Maña es sinónimo de crimen organizado en Tepic: todo el mundo sabe que existe y que ordena, su éxito proviene de estar en todo lado sin detección o, al menos, sin ser confrontada (entre otros, por la autoridad).
La Maña, la expresión, es evidencia palpable y popular de que la raya entre autoridad y crimen organizado no es tan clara.
V
La raya, sencillamente, no es tan clara
Nils Christie (2004), un noruego que marcó el campo de la criminología crítica, recordaba que el crimen organizado podía ser comparado a Dios, porque su existencia no puede ser reprobada, y su invocación es usada o abusada para una amplia gama de propósitos. Christie destacaba que el crimen organizado no es un fenómeno bien definido que pueda ser descrito, medido y comparado. Sin embargo, no por eso, insistía, deja de existir. Su cuestionamiento enfatiza la necesidad de localizarlo (como fenómeno), contextualizarlo, comprender los contornos culturales que lo definen, examinar su actividad y su interacción con el medio y las instituciones, y estudiar su maleabilidad y adaptación.
Siguiendo esas pautas, hay que trazar y recorrer la irradiación del crimen organizado en México. En muchas comunidades mexicanas, transitó, en las últimas décadas, desde los márgenes a integrarse a las distintas esferas sociales, políticas y económicas; ya no de manera ramplona, como invasor que penetraba los lugares exclusivos, sino como parte intrínseca de lo exclusivo. Esa fuente de violencia extrema que se consideraba como marginal está, hoy, incrustada en el ejercicio del poder público, social y económico en muchos sitios del país. Ya no como una degeneración sino como expresión dinámica de las relaciones de poder.
Al margen de que sea oficialmente considerada como una fuente ilegitima de poder, su efectividad no es contendida y su capacidad de movilizar recursos es utilizada por la mayoría de las elites políticas y económicas, en menor o mayor grado, dependiendo de necesidad o conveniencia, para perseguir sus intereses. Por ejemplo, en época electoral, el crimen organizado es un socio anónimo, sin igual, de muchas campañas.
El crimen organizado está en todo lado y, a la vez, en ninguno. La insuperable contradicción hace parte de su esencia. Por un lado, la ubicuidad del crimen organizado se deriva de que hay asociaciones para delinquir en casi todos los sectores. Todo parece indicar que delinquir paga (con tal de que no se sepa), por ejemplo, en el campo político, o en los sectores económicos de la construcción, la minería o el de las inversiones. Por otro lado, su modo camuflado o subrepticio se debe a que, para ser exitoso, debe operar de manera imperceptible, e instalarse, sin ser perturbado. Entre menos se note mejor estará.
La raya entre el crimen organizado y el Estado no es clara como sostiene López Obrador; nunca lo ha sido y ese es el meollo del problema. Perseguir al crimen organizado implica, también, perseguir criminalidad estatal. La extendida impunidad que rige sobre esta asociación delictiva solidifica el vínculo entre crimen y Estado. El efecto de no desarticularla es que todo siga igual: el crimen organizado camuflado, el Estado cooptado y la población sometida. Un crudo acrónimo de la jerga militar en inglés refleja el estado actual en muchas localidades mexicanas: SNAFU, Situation Normal, All Fucked Up (“situación normal, todo jodido”, por ponerlo suave). La descripción no califica el pasado, como insinúa el presidente de turno; es el reflejo de la situación actual y, probablemente, de lo que vendrá.
Michael Reed-Hurtado es el Director de Operaciones del Centro Guernica37. Es abogado y periodista colombiano/estadounidense con 30 años de experiencia en los campos de derechos humanos, justicia penal y acción humanitaria, principalmente en América Latina, con trabajo esporádico en Asia y África. También enseña en la Georgetown University, centrándose en crímenes de estado, el negacionismo y la sociología de la mentira, y dimensiones prácticas de los derechos humanos, la justicia en tiempos de transición y los acuerdos de paz.
Nota: Este texto es producto del proceso de documentación y análisis de la iniciativa “Narra Nayarit”, llevada a cabo por Justicia Transicional en México y el Centro Guernica 37. Jorge Peniche, director ejecutivo de JTMX, enriqueció el contenido del texto mediante sus comentarios a una versión previa.
Referencias
-Javier Auyero, Routine politics and violence in Argentina: the gray zone of state power (2007).
-Marcelo Bergman, Drogas, narcotráfico y poder en América Latina (2016).
-Lina Britto, El boom de la marihuana. Auge y caída del primer paraíso de las drogas en Colombia (2022).
-Teresa Pires do Rio Caldeira, Ciudad de muros, Gedisa, Barcelona (2007).
-Nils Christie, A Sufficient Amount of Crime (2004).
-Alejandro Lerch, “Police Protection Rackets and Political Modernity in Mexico”, Politics & Society, 2022.
-Benjamin Lessing, Making Peace in Drug Wars: Crackdowns and Cartels in Latin America (2018)
-Sandra Ley y Guillermo Trejo, Votes, Drugs, and Violence. The Politcial Logic of Criminal Wars in Mexico (2020).
-Wil G. Pansters, ed., Violence, Coercion and State-Making in Twentieth-Century Mexico. The Other Half of the Centaur (2012).
-Benjamin T. Smith, The Dope. The Real History of the Mexican Drug Trade (2022).
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